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lunes, 14 de octubre de 2013

EL ENIGMA DE LA ORDEN DEL TEMPLE


EL ENIGMA DE LA ORDEN DEL TEMPLE 


Parte 1




                   Tres de las más importantes sociedades secretas surgieron públicamente en el siglo XII. Todavía existen hoy y tienen entre sus miembros los principales personajes de la política mundial, la banca, los negocios, los militares y los medios de comunicación. Eran los Caballeros Templarios, los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y los Caballeros Teutónicos. Los Caballeros Hospitalarios han cambiado su nombre varias veces. Han sido los Caballeros de Rodas y hoy son los Caballeros de Malta en su forma católica y su versión protestante es conocida como los Caballeros de San Juan de Jerusalén. Como los Caballeros de Malta, su cabeza oficial es el Papa y sus oficinas centrales están en Roma. Asimismo, los Caballeros de San Juan están ubicados en Londres y su cabeza oficial es el Rey o Reina de Inglaterra. Las versiones, católica y protestante, son la misma organización al más alto nivel. Los Caballeros Templarios fueron constituidos aproximadamente al mismo tiempo, en 1118, aunque fue al menos cuatro años antes. Y fueron primero conocidos como los Soldados de Cristo.

Los Templarios están rodeados de misterio y contradicción, pero es conocido que dedicaron la orden a la “Madre de Dios“. Los Caballeros Templarios promovieron una imagen cristiana como una cobertura y por tanto la Madre de Dios se pensó que era María, la madre de Jesús. Pero para las sociedades secretas el término la Madre de Dios simboliza a Isis, la virgen madre del Hijo de Dios egipcio, Horus, y la esposa del dios del Sol, Osiris, en la leyenda egipcia. Con el advenimiento del conocimiento hermético, la Orden dedico todas sus construcciones e iglesias a la "Isis de la nueva alianza" Maria Magdalena, al atender que del fruto de su vientre, nacieran las dos niñas gemelas, "la Horus", del amor entre Jesus y la "reina" de Magdala (La Torre).

Pero veamos la historia de esta organización.

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón (en latín, Pauperes commilitones Christi Templique Solomonici), comúnmente conocida como los Caballeros Templarios o la Orden del Temple (en francés, Ordre du Temple o Templiers) fue una de las más...
famosas órdenes militares cristianas. En el año 1118 después de Cristo, los cristianos controlaban una vez más Tierra Santa. La Primera Cruzada había constituido un éxito clamoroso. Pero aunque los musulmanes eran derrotados, sus tierras confiscadas y sus ciudades ocupadas, no habían sido conquistadas. En vez de ello, permanecían en los límites de los recién establecidos dominios cristianos, haciendo estragos contra todos los que se aventuraban a ir a Tierra Santa. La peregrinación segura a los lugares santos era una de las razones de las Cruzadas, y los peajes de ruta eran la principal fuente de ingresos para el recién constituido Reino Cristiano de Jerusalén. Los peregrinos acudían a diario a Tierra Santa, llegando solos, por parejas, en grupos o, a veces, como enteras comunidades desarraigadas. Desgraciadamente, los caminos no eran nada seguros. Los musulmanes permanecían al acecho, los bandidos vagaban libremente, incluso los soldados cristianos constituían una amenaza, ya que el pillaje era, para ellos, una forma normal de proveerse. Hay varios escritores que han escrito interesantes obras sobre los templarios, tales como Fernando Diez Celaya, Javier Sierra, Robert Ambelain, Juan Atienza. Lynn Picknett y Clive Prince, entre otros. Para este artículo me he basado parcialmente en las obras de estos autores, sobre todo en la obra “Los Templarios”, de Fernando Diez Celaya.
Según Juan Atienza, todas las noticias que tenemos de estos monjes guerreros vienen, con muy pocas excepciones, de su tierra originaria. Los investigadores franceses han entrado a saco en la orden, la han desmenuzado, la han transformado a su imagen y semejanza, y la han convertido en materia de uso prácticamente exclusivo. Sin embargo, los templarios fueron, de hecho, una especie de compañía multinacional esotérica, que había nacido de padres franceses muy lejos de Francia -en Jerusalén- y que se extendió rápidamente, en la medida de sus fuerzas y del tiempo que se les concedió, por todo el mundo conocido y hasta, en parte, por ese otro mundo que aún estaba por conocer. La península ibérica y las islas que forman parte de su territorio nacional fueron una de sus metas; en apariencia simples metas de poder económico y territorial. Pero, si nos detenemos a meditar en la circunstancia templaria, tenemos que preguntarnos: ¿fueron únicamente eso? la presencia templaria no fue sólo un acontecimiento político, guerrero o religioso -a nivel de religión oficial, se entiende-, sino una eclosión de auténtico esoterismo institucionalizado, que se cubrió, mientras pudo, de apariencias ortodoxas, mientras en la intimidad y en el secreto de las bailías y encomiendas se fraguaba una postura distinta que, a través de la influencia política y de la capa de obediencia a las instituciones religiosas y al papa, buscaba nada menos que otro saber, la fuente del CONOCIMIENTO. 

Saber y poder han marchado siempre unidos en la historia desconocida del hombre. Pero el conocimiento, es algo emanado del universo, de la creación misma y la Orden Ancestral, aprendió rápidamente el significado. 

Y, en este sentido, los templarios constituyen un ejemplo que pervive, aunque el tiempo y sus detractores hayan hecho secularmente todo lo posible por borrarlos del recuerdo.




La Orden del Císter, fundada por San Roberto en la abadía de Citeaux, Francia, en 1098, como renovación y recuperación de los ideales benedictinos y pureza de la regla original, intervino di­rectamente en la creación de la Orden del Temple, junto a otra organización secreta, el Eccretum Priori o Priorato Secreto, que muchos relacionaron con el después conocido Priorato de Sion. Ya san Ber­nardo, abad de Claraval, pre­sunto fundador o, al menos, ins­pirador de la orden, redactó sus estatutos y animó a sus familia­res, sobre los que al parecer ejer­cía un gran ascendente, que a la sazón eran condes de Champagne o vivían en dicho condado, para que participasen directamente en la fundación de la orden, se vincularan a ella o la favorecie­ran con donaciones y legados. El trovador Albrecht Von Johannsdorf canta: «Me he hecho cruzado por Dios (…). Que Él me cuide para que vuelva, pues una dama tiene gran pena por mí (…). Pero si ella cambia de amor, que Dios me permita morir». Y el emperador Enrique VI en un rapto de amor cortés: «Saludo con mi canción a mi dulce amada / a la que no quiero ni puedo abandonar», versos que sin duda no dedicó a su esposa, la reina Constanza de Sicilia, a cuya familia mandó asesinar ante sus propios ojos. 

Hugues de Payans, el primer gran maestre del Temple, es se­ñor feudal de un territorio cer­cano a Troyes y está emparen­tado con los condes de Champagne; André de Montbard, uno de los nueve caballeros, es tío del propio San Bernardo. Y San Ber­nardo, como sabemos, es el abad fundador de la abadía de Cla­raval, perteneciente a la orden del Císter (y de otras 343 casas abaciales), orden que hasta la fundación del Temple era refu­gio de caballeros y trovadores cuando éstos, hastiados de las pasiones del siglo, se retiraban a la vida contemplativa y recoleta de sus claustros, con su divisa ora et labora. (Orar y Trabajar).

El movimiento renovador del Císter, apoyado en las abadías de Claraval, Citeaux. La Ferté. Pontigny y otras, recabó consi­derable poder y autoridad y des­bancó a la antaño todopoderosa Orden de Cluny, de la que pro­cedía y cuya regla enmendaba, en un intento por regresar a las fuentes primigenias de la po­breza benedictina, sobre todo durante la titularidad de San Es­teban Harding (1109-1134) co­mo abad de Citeaux, quien en­cargó a sus monjes la ardua ta­rea de descifrar y estudiar los textos sagrados hebraicos halla­dos en Jerusalén, después de la toma de la ciudad en 1095, con ayuda de los sabios rabinos de la Alta Borgoña. El Císter participó en la fundación de la Orden del Temple y también en la creación de las Órdenes militares de Calatrava (1164), Alcántara (1213) y Aviz (1147), que, curiosamente, he­redarían los posesiones del Temple tras su proscripción o desaparición pública. 

Los privilegios de la Orden del Císter encierran una fórmu­la que empleaban los caballeros templarios y en la que el neófito postulante, admitido a la orden, jura, además de los extremos re­lacionados con la fe, obediencia al gran maestre, defender a la Iglesia católica (en el caso templario en particular, quedo sin efecto la jura a la defensa del vaticano), y no abandonar el combate aun enfrentado a tres enemigos. Y, por su parte, el juramento de los maestres templarios afirma, «según los estatutos prescritos por nuestro padre san Bernardo», que «ja­más negará a los religiosos, y principalmente a los religiosos del Císter y a sus abades, por ser nuestros hermanos y com­pañeros, ningún socorro…». Esta frase da pie a algunos es­tudiosos (Charpentier entre ellos) para afirmar que el Tem­ple fue, en puridad, una hechura completa de la Orden del Císter y de san Bernardo en particular, quien encargó a hombres de su confianza, los nueve caballeros, una misión especial y secreta.


Esta misión ponía en juego el poder de la propia orden —que, curiosamente, a los pocos años resultó ser tan poderosa y acau­dalada como la orden cluniacense que se había pretendido reformar mediante la pobreza—, perseguía al parecer el descu­brimiento de secretos milena­rios, como el paradero del arca de la alianza o del santo grial, y pudo ser la responsable directa de la aparición del arte gótico en Francia. 

De manera que cuando un caballero de la Champagne, Hugo de Payens, fundó con otros ocho caballeros una orden monástica de hermanos combatientes dedicada a facilitar el tránsito seguro de los peregrinos, la idea recibió una amplia aprobación. Balduino II, que gobernaba Jerusalén, concedió a la nueva orden refugio bajo la mezquita de Al Aqsa, un lugar que los cristianos creían que era el antiguo Templo de Salomón, de manera que la nueva orden tomó su nombre de su cuartel general: los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón de Jerusalén. La hermandad inicialmente se mantuvo pequeña. Cada caballero formulaba votos de pobreza, castidad y obediencia. No poseían nada individualmente. Todos sus bienes terrenales pasaban a ser de la orden. Vivían en comunidad y tomaban su comida en silencio. Se cortaban el pelo muy corto, pero se dejaban crecer la barba. Obtenían la comida y la ropa de la caridad, y el modelo de su monasterio procedía de san Agustín. El sello de la orden era particularmente simbólico; dos caballeros subidos a una sola montura… una clara referencia a los días en que los caballeros no podían permitirse su propio caballo. Una orden religiosa de caballeros combatientes no era, según la mentalidad medieval, una contradicción. Por el contrario, la nueva orden apelaba tanto al fervor religioso como a la proeza marcial. Su creación resolvía también otro problema —el reclutamiento de soldados—, ya que proveía una presencia constante de luchadores de confianza.
«No es coincidencia que la mayor orden de caballería de la historia sea el Toisón de Oro. Con lo que queda claro lo que esconde la expresión Castillo. Es el castillo hiper­bóreo donde los templarios custodian el Grial, probable­mente el Monsalvat de la leyenda» (Umberto Eco, El péndulo de Foucault). El misterio ha envuelto desde siempre las auténticas motiva­ciones que surgieron en el ám­bito político y religioso europeo del siglo XII para que determi­nadas instancias de poder deci­dieran la creación de una orden militar y religiosa a la vez, tan compleja en su trayectoria y tan desmedidamente poderosa en el corto lapso de medio siglo co­mo la Orden del Templo de Sa­lomón. 

En el contexto de los avalares sociopolíticos de este siglo y de los que siguieron, destacan im­portantes figuras que estuvie­ron en relación con la orden, que la favorecieron abiertamente, que la apoyaron desde una clan­destinidad sorprendente —pues se trata de un apoyo que se pro­dujo antes y después de su in­terdicción—, que colaboraron en su engrandecimiento y quizá después en su caída pública, o que la combatieron sin ambages desde su fundación. Desde san Bernardo de Claraval, su presunto fundador, a Inocencio III o Clemente V; des­de el emperador Federico II Hohenstaufen al rey de Francia Felipe IV el Hermoso, pasando por los reyes trovadores, los condes-reyes templarios catalano-aragoneses, los condes de Provenza, los sultanes de Egipto o los reyes de Jerusalén: todos ellos se interesaron por los tem­plarios, por su sabiduría, sus se­cretos y su poder, basado muy en parte en su floreciente economía, que provenía básicamente, del descubrimiento de America antes que colon y porque no de la alquimia.



Bernardo (1090-1153), funda­dor y primer abad de Claraval (Clairvaux, Francia), doctor de la Iglesia, ardoroso predicador de la II Cruzada, está conside­rado por muchos el verdadero fundador e inspirador de la orden. De hecho, su texto De laude novae militiae está dedicado a ana­lizar las dificultades y contra­dicciones de una orden militar como la templaría, que pretende ser, por un lado, religiosa —y, por tanto, dedicada a la oración y a la compasión— y, por otro, militar —abocada a la guerra—. Pero ya el santo varón se encarga de dejar claros los conceptos de homicidio pe­nado y homicidio en nombre de Cristo, lo que disculpa e incluso ensalza. Éste es el fundamento de la «guerra santa», que tan conocida es en su versión musulmana. De cualquier forma, la figura de Bernardo se presenta como impulsor de la nueva orden y su carácter enérgico y decidi­do consigue que el proyecto sea aprobado y reconocido, para bien de la cristiandad, que ne­cesita de los esfuerzos de estos milites Christi, «soldados de Cristo», un término ya contro­vertido en la propia época de la fundación de la orden, pues no en vano se alzan numerosas voces, sorprendidas por este nuevo ejército militante que no tiene reparo en recurrir a la espada para defender la fe por medio de la sangre. Claro, esta, la Iglesia necesitaba soldados fieles, y la Orden engendro, Caballeros iniciados en los misterios y conocimientos ancestrales y soldados papales, comandos fieles que no sabían la verdadera agenda templaria y morirían en batalla, sin saber que pertenecían a una Orden que poco tenia que ver con la iglesia católica. De esta forma había dos Temples, el SECRETO, y el PUBLICO. "Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la Derecha" y así fue, el temple público, jamas supo del temple secreto, salvo algunos gran Maestres, no todos.

Hasta el momento, los enfrentamientos entre am­bas religiones —el cristianismo y el islam— habían sido diri­midos mediante pacíficos acuer­dos, allí donde coexistían ambas religiones, o mediante métodos más expeditivos —en cuestio­nes fronterizas o entre reinos—. Pero nunca se había visto que monjes profesos no tuvieran re­paro en acudir a las armas pa­ra solventar las diferencias con otras religiones. Esto sentaba un peligroso precedente y creaba un vacío legal en la aplicación de la doctrina católica. Si los siervos de Cristo podían recurrir a la espada con toda impunidad, te­niendo incluso el Paraíso por re­compensa, como sucedía con los integrismos musulmanes o los primitivos cultos ger­mánicos, se violaba flagrantemente la ley mosaica.

De este modo, se santifica la guerra y la muerte violenta del enemigo, aunque san Bernardo trate de aclarar que «se trata de enfrentarse sin miedo a los enemigos de la cruz de Cristo», sin pararse a pensar que es precisamente Cristo el que renun­cia, con su ejemplo personal, se­gún los Evangelios, a utilizar la violencia de las armas contra los enemigos de la fe. Pese a la postura tan ortodoxa y tan en consonancia con la doc­trina oficial de San Bernardo, no en vano doctor Ecclegiae, no fal­tan autores que sospechan in­tereses y motivaciones ocultas en su actuación y, quizá con exceso de imaginación, lo con­vierten en el misterioso abad de secreta conducta que, apa­rentemente hijo predilecto de la Iglesia romana, realiza toda una labor de zapa para, solapada­mente, crear una orden de mon­jes-soldados cuyos estatutos les posibiliten poco a poco una in­dependencia inusitada de la je­rarquía eclesiástica. Monjes su­jetos tan sólo al fallo del papa en última instancia y de cuya obediencia se pudieran desligar en un futuro gracias al inmenso poder de la orden, económico y, por tanto, también político y so­cial. 
Pero, ese objetivo salió mal, porque la orden, cuenta entre sus creadores, con el CONOCIMIENTO, de verdades universales, y le dejo a la iglesia católica, creer que su objetivo de un ejercito propio de soldados robot, ya era una realidad, mientras que el verdadero temple, el secreto, acogió las enseñanzas de cristo y fue por mas... Por el conocimiento ancestral de las civilizaciones ya desaparecidas y por la palabra de Cristo "Buscad y encontrareis, preguntad y se os será revelado". La Orden tenia ya una misión propia, una agenda secreta mas allá de las ambiciones de poder territorial de la Iglesia católica.

De ser cierto esto, Bernardo habría sido el artífice de un po­deroso movimiento basado en postulados ideológicos y religio­sos precristianos, encaminado a desarrollarse en el seno de la cristiandad, precisamente con el único fin de acabar con la he­gemonía de ésta y de acelerar el advenimiento del Reino de los Mil Días que la Biblia preconiza.


Pero, más allá de las especu­laciones, la doctrina y la figura de san Bernardo se conforman puntualmente a los patrones tradicionales de obediencia a la Iglesia, como demuestran sus escritos, pese a que en ciertas ocasiones tome la pluma para enmendar la conducta de algún pontífice. Bernardo es, ante to­do, un hombre de iglesia, de­voto y estricto, que quizá no lle­ga nunca a sospechar el poder inmenso y los tortuosos caminos que recorrerán dos siglos más tarde sus hijos predilectos, los milites Christi, los soldados del Templo de Salomón a los que ha prestado todo su apoyo y es­fuerzos. La historia se perfila en 1115-18. Jerusalén está ya en manos cristianas, y dos órdenes militares de reciente creación -los Hospitalarios (1110) y los Teutónicos (1112)- se encargan eficientemente de proteger los Santos Lugares de cualquier intento de recuperación por parte de los árabes. Pues bien, justo por aquel entonces el conde Hugo de Champagne, uno de los hombres más influyentes de Francia, poseedor de más tierras y siervos que el propio Rey, recluta a nueve hombres de su absoluta confianza para cumplir una extraña misión. 

El conde tiene 41 años, ha viajado en varias ocasiones a Tierra Santa participando en la Cruzada que conquistó esos territorios en 1099, y muestra un especial interés en que sus caballeros se establezcan en la Jerusalén cristiana. El entonces rey de la Ciudad Santa, Balduino II, les cederá sin demasiadas contemplaciones la plaza más importante del burgo: el recinto de la Cúpula de la Roca. Los musulmanes habían edificado en aquel solar una suntuosa mezquita, levantándola justo sobre el emplazamiento donde un día estuvo el sancta sanctórum del Templo de Salomón, y bajo la cual dejaron al descubierto una gran roca que la tradición asegura que había sido el lugar en el que Abraham, siguiendo órdenes de Dios, había querido sacrificar a su hijo Isaac. Pero aquella roca significaba mucho más.
Para los árabes, justo sobre aquel suelo de piedra había descendido una misteriosa “escala divina” por la que el profeta Mahoma había logrado ascender en cuerpo y alma a los cielos. Fue aquel un viaje santo en el que dicen que el profeta comprendió la estructura de la creación por gracia del propio Alá, convirtiendo la ciudad en el tercer lugar santo del Islam después de La Meca y Medina. El relato, idéntico en muchos aspectos al que la Biblia atribuyó siglos antes a Jacob -que también contempló otra de esas “escaleras al cielo” camino de Harrán (Génesis, 28)-, debió excitar la imaginación de los cruzados. 

Si aquella roca era lo que decían los infieles, allí debía esconderse una especie de “mecanismo” capaz de conectar cielo y tierra. Una especie de “ascensor” sobrenatural al reino de Dios. Fuera o no por esa razón, lo cierto es que los templarios se asentaron en la Roca -Haram es-Sharif la llaman los árabes- entre 1118 y 1128. Su misión: proteger el lugar y las rutas de los peregrinos que quisieran alcanzarla como meta espiritual. Paradójicamente, pese a su condición de caballeros, durante esos diez años de reclusión en la ciudad los hombres del conde Hugo no libraron ni una sola batalla. Sus espadas no se unieron a las fuerzas de ocupación cristiana de Jerusalén para luchar en los frentes abiertos desde Antioquía a Tiberiades, ni tampoco se preocuparon por reclutar a nuevos caballeros para su causa. Por el contrario, todo parece indicar que se concentraron únicamente en la excavación y desescombrado sistemático de los establos del antiguo Templo de Salomón, descubriendo unas gigantescas bóvedas subterráneas, demasiado grandes para albergar a unos pocos hombres y su séquito. 

Un cruzado alemán llamado Juan de Wurtzburgo, dijo que aquellos sótanos “eran tan grandes y maravillosos que podía albergarse en ellos más de mil camellos y mil quinientos caballos“. Y la duda, naturalmente, no tardó en saltar: ¿buscaban algo en particular aquellos hombres? ¿”Algo” quizá relacionado con la intensa historia de aquel pedazo de tierra?


CONTINUARA




* Articulo por M. Sancho, actualizado y corregido por la Orden del Temple - Londres.
* Segunda revisión histórica por Sir. Neil KT.

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