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viernes, 11 de octubre de 2013

WOLFRAM, Caballero Templario?.


WOLFRAM, Caballero Templario?.
EL SANTO GRIAL - EL TEMPLE - PARZIVAL

             He recibido un documento recomendado por Sir P.F Senescal coordinador de la Orden en Alemania. El mismo, tiene que ver con un escrito, que me lo describió como muy interesante donde en un 80% es fiel al relato histórico y un 20% no tanto, pero dejo a nuestra libre interpretación e imaginación ese 20%. El escrito esta en alemán y consta de 49 paginas, lo cual es muy extenso para para una sola publicación aquí, aquí va un pequeño resumen.

             K. Bartsch, uno de los más sagaces documentadores del Parzival, vio el origen inmediato de la leyenda, dado que fue llevada del Oriente por los árabes. Algunas versiones señalan por otra parte, que la raza elegida de la cual desciende Titurel, ancestro de Parzival, es originaria de Asia. Se ha dicho que el abuelo de Titurel estuvo en Europa en tiempos de Vespasiano, después de haber sido convertido al cristianismo y de haberse establecido al noroeste de España, donde sometió diversos reinos con la ayuda de los provenzales. No es indiferente hacer notar, por otra parte, que debido a las marchas en Portugal y en España, así como en el Languedoc, estos fueron los primeros países de Europa donde se instalaron los Templarios.

* (Desde 1128 reciben la plaza de Soure en Portugal; en 1130 la de Grañena en el condado de Barcelona. La primera Casa, cercana a los Pirineos fue fundada en 1136 en los estados del condado de Foix. Y fue solamente después de la Asamblea general de 1147 cuando se expandieron en el resto de Europa).

Wolfram era caballero y muy probablemente estaba afiliado a la Orden del Templo, la cual él identifica abiertamente con la Orden del Graal. En fin, Kyot debía tener con ella relaciones muy estrechas, puesto que no representa simplemente la autoridad espiritual del Templo.
Friedrich von Schlegel declaró hace tiempo: “Se puede admitir que estos poemas (de la Mesa Redonda), no solamente expresaban el ideal propio de un caballero religioso, sino que contenían también un gran número de ideas simbólicas y de tradiciones particulares pertenecientes a algunas de esas órdenes, sobre todo a la de los Templarios... De todos los poetas alemanes de esa época, el más hábil fue Wolfram von Eschenbach. Entre las historias de la Tabla Redonda, él escogió particularmente las que he señalado anteriormente acerca de las alegorías de la caballería religiosa. Ellas no deben ser consideradas como un capricho del autor o como un juego de su imaginación, sino que parecen por el contrario relacionarse con las tradiciones simbólicas de los Templarios”.
La identificación de la Orden del Graal con la del Templo, en el Parzival, no deja en efecto ninguna duda. Trévrizent dice a Parzival: “Valerosos caballeros tienen su morada en Montsalvage, donde se guarda el Graal. Son los Templarios, que van a menudo a cabalgar a lo lejos en busca de aventura... Ellos viven en relación con una Piedra: su esencia es toda pureza”.
Ahora bien, además de su función principal de asegurar la conservación y la guarda del Graal sobre la tierra, los Caballeros de Montsalvage tenían la de propiciar el reino efectivo de Dios sobre las naciones, dándoles reyes elegidos por Él: “Sucede a veces que un reino se encuentra sin amo, y si el pueblo de ese reino está sometido a Dios, y si desea un rey escogido en el grupo del Graal, se realiza ese deseo. Es preciso que el pueblo respete al rey así escogido, ya que él está protegido por la bendición de Dios. Es en secreto que Dios hace surgir a sus elegidos”.
Este esquema de una organización teocrática de la Cristiandad, a través de un escogido grupo iniciático que reúne el doble poder: el sacerdotal y el real, no es otro que el del Santo Imperio que los herederos de la Orden del Templo encontraron en su sucesión. Se tenía ahí, el doble aspecto, ascendente y descendente, de una misión misteriosa, de la cual tomaremos el sentido de quien hizo dar a la Orden su constitución, del que fijó su regla y no cesó de ser su protector y su inspirador, al mismo tiempo que la más alta autoridad espiritual y árbitro de la cristiandad de su tiempo: San Bernardo, quien designa la Orden bajo el nombre de militia Dei, y a sus miembros bajo el de Ministros de Cristo (minister Christi). En tales labios, no se trataba de fórmulas vanas. Para él, como para Dante más tarde, se trataba evidentemente de una milicia santa, de la armada privada de Dios (privée mesnie de Dieu), que realizaba, por una especie de paradoja espiritual, que la situaba aparte y por encima de los hombres, la síntesis de las grandes antinomias de la acción y de la contemplación en una vocación única, y al mismo tiempo un doble renunciamiento, que es el de los elegidos apocalípticos: “A aquel que ha hecho de nosotros, reyes y sacerdotes para Dios su Padre. . .“ (Apoc. I, 6).
Para San Bernardo, la residencia real de la militia Dei no era de este mundo, sino que era el Templo de la Jerusalem espiritual: “Es verdaderamente el Templo de Jerusalem, en el cual ellos habitan también, y sin embargo es evidente que en otro sentido no se trata de aquel mismo Templo de Jerusalem, y que en relación con la construcción del Templo antiguo y muy venerado de Salomón, el suyo no es inferior en relación con la gloria... La belleza del primero estaba hecha de cosas corruptibles; la del segundo era la belleza de la Gracia, del culto piadoso de los que la habitan y la de la más regular de sus moradas (ordinatissima conversatio).

* (Se aproxima esta expresión del Templo, la ordinatissima conversatio, a la de la logia francmasónica: “Los muy esclarecidos y los muy regulares”.).

Se reconoce ahí, tanto el templo del Graal como el templo del Espíritu Santo de los rosacruces.
Jules Michelet dice a propósito de esto, con penetración y sin dudar del alcance de su observación: “Este nombre del Templo era sagrado no solamente para los cristianos. Expresaba para ellos el del Santo Sepulcro y, a su vez, recordaba a judíos y musulmanes, el templo de Salomón. La idea del templo, más alta y más general aún que aquella de la iglesia, se elevaba, en cierta manera, por encima de toda religión. La iglesia envejecía, el Templo no. Contemporáneo de todas las edades, era como un símbolo de la perpetuidad religiosa”.
Todo el simbolismo de la Orden evoca, además, la doble noción del centro espiritual, fuente de los dos poderes y de la meditación temporal-espiritual: el famoso Beaucéant (o Baucent), el cual era mitad negro y mitad blanco, colores cuyo profundo simbolismo hemos explicado varias veces (en particular en nuestra obra “Libro Negro de la Francmasonería”). El manto blanco, signo de investidura, de atribución de estado y de función, era un privilegio exclusivo que la Orden tenía que defender a veces. “Y a nadie, dice la Regla, le es otorgado el tener blancos mantos, salvo a los mencionados Caballeros de Cristo. Aquellos que han abandonado la vida tenebrosa, reconozcan estar reconciliados con su Creador, por el ejemplo de las vestiduras blancas”.
Las vestiduras blancas los designaba, expresamente en su siglo, como los “separados de la masa de perdición”, según las palabras de Inocencio III, y alineados desde este mundo entre aquellas “gentes vestidas de blanco”, que están “delante del Trono de Dios y le sirven día y noche en su Templo”, y sobre quienes “Aquel que se sienta sobre el Trono establecerá su Presencia (Shekinah)” (Apocalípsis VII, 13 -16). No solamente como reconciliados, sino como reconciliadores.
La cruz de ocho puntas, con la cual estaba cargado el manto, agregaba a la significación central de la cruz el simbolismo mediador del número ocho, y unía al blanco del conocimiento, el rojo del Santo-Amor invocado en su grito de guerra.
El doble aspecto de convivencia central y de mediación sacerdotal aparece también en la selección del salmo de la investidura, el salmo 133 del salterio romano: Ecce quam bonum et quam jucundum habitare fratres in unum...

Uno de los rasgos más sorprendentes de la virtud de la Santa Milicia y de la disponibilidad espiritual de la Edad Media, es la situación privilegiada, inviolable y soberana, que los papas, los príncipes y los pueblos habían, espontáneamente, acordado asegurarle dentro del orden cristiano. Corno lo señala muy perspicazmente A. Ollivier, tal acuerdo no habría podido hacerse y mantenerse durante más de dos siglos, en contra de derechos e intereses civiles y religiosos, tan diversos como poderosos. La evidencia mostraba aquí con fuerza apremiante, que la Orden del Templo no había solamente pretendido ser, sino que HABÍA SIDO, a los ojos de todos, la “armada privada de Dios”.
Tras de su fundación en la oscuridad y la pobreza, diez años después, en 1128, un concilio se reunía especialmente para precisar su constitución y fijar su regla, así como confirmar a sus miembros “el hábito que ellos mismos habían tomado”. Desde 1129, San Bernardo respondió a través de su autorización en De Laudea, el requerimiento de aquel a quien él llamaba carissimus meux Hugo, Hugo de Payns, el primer Gran Maestro, haciéndole comprender claramente la naturaleza real de su combate, y que la guerra corporal no era sino ocasional y simplemente un símbolo. Desde 1139, en la bula Omne datum optimum, Inocencio II afirmaba: “Caballeros del Templo: es Dios, El mismo, quien os ha constituido en los defensores de la Iglesia y en los asaltantes de los enemigos de Cristo”, y fijó definitivamente sus estatutos y prerrogativas, a las cuales sus sucesores agregaron siempre privilegios que jamás se llegaron a suprimir.
Les fueron acordados los más grandes y magníficos privilegios, dice Michelet. Ante todo, no podían ser juzgados sino por el papa, pero un juez situado siempre tan lejos y tan encumbrado, no llegaba jamás a ser reclamado, por lo cual los templarios quedaban como los propios jueces en sus causas. Precisemos que el recurso ante el papa, no tenía lugar sino por causas exteriores. Los hermanos no dependían sino del Gran Maestro. En cuanto a éste, la Orden era soberana y se tenía por superior a los príncipes. Nadie, laico o eclesiástico, podía pretender el homenaje del Gran Maestro. Sus establecimientos eran inviolables, poseían el derecho de asilo, estaban libres de todo impuesto, y bajo la protección directa de la Santa Sede. Nadie podía inhibir ni excomulgar a un templario.
“El Gran Maestro no era confirmado por la Sede Apostólica, escribe Marion Melville, pero su elección, por sí misma, le aseguraba el pleno derecho de ejercicio”. Su autoridad era absoluta y sus órdenes estaban consideradas como sagradas y provenientes directamente de Dios. La Regla era, así mismo, objeto de un respeto que, dice el mismo autor, “semejaba singularmente el respeto del Islam por el Corán”.



La situación extraordinaria del Templo, en el sentido real de la palabra, no era a su vez más extraordinaria que la sanción a la soberanía espiritual de la Orden, y un sinnúmero de grandes personajes la reconocieron así, por el hecho de haberse afiliado. Tal parece ser el caso del mismo Inocencio III, según una de sus bulas. También lo fue seguramente el emperador Enrique VII de Luxemburgo.
En cuanto a Felipe el Hermoso, se presentó como candidato, pero no fue aceptado.

Numerosos fueron los que hicieron profesión de consagrarse al Templo en aquel final de siglo, con el propósito de tomar parte en aquel otro mundo de los “beneficios” de la Casa.
He ahí algunos rasgos que hacen suponer el lugar que la Orden del Templo tenía en la jerarquía real de la cristiandad. René Guénon dice respecto a esto, que la Orden era “por su doble carácter religioso y guerrero, una especie de lazo entre lo espiritual y lo temporal, aun cuando este doble carácter no debe ser interpretado como el signo de una relación más directa con la fuente común de los dos poderes”*.
El lamentado René Guénon cita aún (“Autoridad espiritual y Poder temporal”, pág. 82), que es precisamente la destrucción de la Orden del Templo, la que marca el “punto de ruptura del mundo occidental con su propia tradición”.
Si los acontecimientos de 1307 a 1314 tienen tal aspecto de atentado, es por su mismo sacrilegio, adelanta Pierre Ponsoye. Clemente V no se equivocó, cuando no osó condenar esa Orden, cuyo último Gran Maestro (Jacques de Molay), al precio de su vida, había demostrado que era “santa y pura”. Solamente osó abolirla “per viam provisionis et ordinationis apostolicae”, sin tomar el riesgo de habérselas con el concilio. La iniquidad testimonió así su propio fondo, al ampararse en el “misterio de Justicia”, que ella no había podido alcanzar sino mediante un crimen, y por que el occidente había cesado de ser digno.
Aún se discute sobre la culpabilidad o la no culpabilidad de la Orden. Es probable que en razón del número de sus adherentes y de la multiplicidad de sus actividades secundarias, y quizás, sobre todo por los cambios de hecho y de mentalidad ocurridos en ese siglo, se necesitaba a la vez una reforma y una readaptación. Pero esa es otra cuestión. Nos contentaremos con citar la constatación de H. de Curzon: “La Regla, es verdad, no prueba más que una cosa, y es que la Orden del Templo estuvo regida hasta su último día por leyes irreprochables, verdaderamente monásticas y hasta muy severas”. Y en fin, mencionaremos aquella expresión (en “El final de la Edad Media”) de Henri Pirenne, Agustin Renaudet, Edouard Perroy y Marcel Handelsman: “Los escritores galos, para glorificar a Felipe el Hermoso, y los escritores de la Iglesia para disculpar a Clemente V, han obscurecido durante largo tiempo la historia de ese período. La inocencia de los templarios está comprobada hoy día”.

* N.E.: En la traducción del Propósito Psicológico XXXI, esta frase está presentada con el sentido contrario. En el facsímil francés está escrito: «...[ si même ce double caractère ne doit pas être interprété comme le signe d ́une relation plus directe avec la source commune des deux pouvoirs. ]», lo que se traduce como lo presentado aquí.

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